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may 2022

Hacia un nuevo sistema de relaciones laborales

18 de Mayo de 2022. Pere J. Beneyto

Con la aprobación de la Constitución, ampliamente refrendada en diciembre de 1978, se cerraba el ciclo de consenso inaugurado por los Pactos de la Moncloa y se iniciaba una nueva fase caracterizada por los reajustes estratégicos de los principales actores políticos (elecciones generales de marzo de 1979) y sociales (nuevo modelo de concertación).


Imagen: Manifestantes, en la huelga general en Madrid (14 de diciembre de 1988) Imagen tomada del álbum “La huelga más general de la democracia” (EL PAÍS)

Los sindicatos mayoritarios habían dado su apoyo a un texto constitucional que los reconocía como soporte esencial del Estado social (art. 7) y consagraba los derechos de asociación y huelga (art. 28), negociación colectiva y conflicto laboral (art. 37), así como los de participación en la empresa, las instituciones (art. 129) y en la planificación económica (art. 131.2), lo que constituía una clara ruptura con los principios del liberalismo clásico y del autoritarismo de la dictadura.

En aplicación de lo establecido en el artículo 35.2 de la Constitución, en junio de 1979 se inició la tramitación parlamentaria del Estatuto de los Trabajadores (ET), lo que junto al Acuerdo Básico Interconfederal (ABI) suscrito el 10 de julio de ese mismo año por UGT y CEOE, constituye el origen, legal y social, del nuevo sistema de relaciones laborales basado en la concertación corporatista que iba a desarrollarse durante la década siguiente en un proceso no exento de problemas y contradicciones que provocó la ruptura del frente sindical.

Y es que sobre las culturas sindicales diferentes de CC.OO. y UGT operaba, asimismo, la estrategia de sus, entonces, referentes políticos (PCE y PSOE) de manera que mientras CC.OO. propugnaba negociaciones tripartitas que confirieran protagonismo al partido, UGT optaba por un modelo bilateral (sindicato/patronal) que no interfiriese en la estrategia socialista como alternativa de gobierno.

El ABI estableció, por primera vez, el reconocimiento mutuo entre organizaciones sindicales y empresariales y su capacidad para el establecimiento de acuerdos de eficacia general, criterios ambos que se incorporarían al ET en proceso de discusión parlamentaria, en lo que constituyó la primera muestra de “legislación negociada”, siquiera sea por partidos afines interpuestos, cambiando asimismo el ámbito de definición de las relaciones laborales desde el marco político (Pactos de la Moncloa) al laboral, protagonizado por los legítimos agentes sociales.

Meses después (el 5 de enero de 1980), la patronal y UGT firmaban el Acuerdo Marco Interconfederal (AMI), como correlato práctico de la declaración de principios que había sido el ABI, convirtiéndose desde entonces en el paradigma procedimental de la concertación social. En cuanto a su contenido sustantivo, el citado acuerdo estableció los criterios reguladores de la representatividad sindical para intervenir en la negociación colectiva (acreditar un mínimo del 10% de los delegados electos en el ámbito correspondiente), lo que sería posteriormente consagrado por la legislación (art. 87 ET), incluyendo, asimismo, orientaciones en materia salarial, de jornada, productividad, absentismo, etc.

La negativa de CC.OO. a suscribir el AMI ha sido frecuentemente considerada como uno de sus mayores errores pues no sólo no consiguió impedir su aplicación en la negociación colectiva posterior, sino que provocó su aislamiento temporal y la progresiva pérdida de su anterior hegemonía electoral en beneficio de UGT que empataría en las elecciones de 1980 y ganaría las realizadas entre 1982 y 1994 (gráfica 1), invirtiéndose desde entonces los resultados de ambas organizaciones.

El Acuerdo Nacional de Empleo (ANE) fue el primero de carácter tripartito suscrito en junio de 1981 por Gobierno, patronal y sindicatos (incluyendo en este caso a CC.OO.), como expresión de cohesión democrática tras la intentona golpista del 23-F, y en él se regula la participación institucional de los agentes sociales junto a medidas de fomento del empleo, reforma de la Seguridad Social, etc., que se renovarán regularmente en los pactos de concertación social de los siguientes años de recesión ya con gobierno socialista, hasta el agotamiento del modelo a partir de 1987 cuando una recuperación sostenida justifique el cambio de estrategia de los sindicatos desde posiciones defensivas a otras de tipo propositivo, exigiendo un “giro social” que garantice un mejor reparto del crecimiento.

Dicha secuencia parece confirmar, para el caso español, la hipótesis sociológica de que durante épocas de crisis económica los trabajadores prefieren una estrategia sindical de negociación más que de confrontación, que les permita mantener el trabajo actual aún a costa de aplazar a futuro otras reivindicaciones, lo que se traducirá en una significativa evolución de la actividad huelguística (tabla 3) que desciende en los primeros años de concertación (1980-1983) para repuntar cuando esta fracasa en la fase más dura de la reconversión industrial (1984), disminuyendo de nuevo con la aplicación del Acuerdo Económico y Social (1985-1986) y recuperando luego una tendencia al alza que llegará a su más alto nivel en 1988 con la huelga general del 14-D.

Con carácter complementario a los procesos de regulación normativa (Estatuto de los Trabajadores de 1980, Ley Orgánica de Libertad Sindical de 1985) y desarrollo institucional (concertación social, negociación colectiva), durante estos años clave en la construcción del nuevo modelo de relaciones laborales se consolidó, asimismo, la autonomía sindical, recuperándose finalmente la unidad de acción entre sus organizaciones más representativas.

En lo que se refiere a la autonomía sindical fue CC.OO. quien, dos años después de que su secretario general, Marcelino Camacho, dimitiese como diputado comunista, estableció un régimen estricto de incompatibilidades de sus dirigentes respecto de cargos de representación partidaria (artículo 22 de los Estatutos aprobados en su III Congreso, de 1983), lo que contribuyó decisivamente a legitimar la estrategia de su organización y le salvó de la dinámica autodestructiva del PCE que se deslizaría fatalmente desde entonces hacia posiciones tan radicales como marginales.

En el caso de UGT la ruptura de su dependencia orgánica y estratégica de la “familia socialista” tardaría más en formalizarse, tras la primera crisis que representó su oposición a la reforma de la Seguridad Social planteada en 1985 por el gobierno del PSOE y la posterior dimisión de Nicolás Redondo como diputado (octubre de 1987), alcanzando su mayor punto de tensión en vísperas del 14-D. hasta ser finalmente aceptada por el propio partido que en su 32º congreso eliminó la doble afiliación.

Fue precisamente la oposición sindical autónoma a las medidas flexibilizadoras del mercado de trabajo impulsadas por el gobierno de Felipe González la que facilitó de nuevo la confluencia unitaria entre CC.OO.y UGT que, tras contribuir decisivamente al éxito del 14-D, se confirmaría de forma permanente hasta la actualidad.

Aquella gran huelga general fue seguida por nueve millones de trabajadores y la participación en la misma excedió con mucho el ámbito laboral, paralizando la actividad económica y social del país en un impresionante ejercicio de protesta cívica, al tiempo que proyectaba una poderosa imagen, tan simbólica como real, de la capacidad de respuesta colectiva frente a las imposiciones del poder público que ignoraban las propuestas sindicales de “giro social”, tan necesario como posible, en un contexto en el que se consolidaba la recuperación económica y se asistía a una exhibición obscena de la riqueza de unos pocos frente a las demandas de la mayoría.

El 14-D representó, asimismo, la normalización del conflicto social y la legitimidad de los sindicatos, como representantes institucionales del trabajo, para ejercerlo, así como su capacidad de articular movimientos y reivindicaciones laborales y de ciudadanía como las que promovió posteriormente la “Propuesta Sindical Prioritaria” en las negociaciones de 1989-1990 con el gobierno de las que resultaron, entre otros importantes acuerdos de contenido claramente socialdemócrata, la Ley de Pensiones no contributivas, la universalización de la sanidad, las garantías de acceso a la formación profesional y la mejora de la cobertura de las prestaciones por desempleo

Concluía así el ciclo de transición sindical iniciado primero en la lucha contra la dictadura y desarrollado luego en el proceso de consolidación democrática y regulación normativa e institucional de las relaciones laborales en convergencia con los standares existentes en la Unión Europea.

La evolución de la afiliación constituye un claro indicador de dicho proceso (gráfica 2) constatándose cómo en una primera fase, en la que respondía mayoritariamente a incentivos ideológico-identitarios y estrategias defensivas, se mantuvo en cotas muy bajas (en torno al millón de inscritos para el conjunto de los sindicatos), siguiendo incluso una trayectoria ligeramente descendente respecto de los primeros registros, al tiempo que sucesivas convocatorias de elecciones sindicales ampliaban, como ya hemos visto, su área de influencia e intervención, lo que permitió a los analistas definir el modelo dual español como un “sindicalismo de votantes” con “más audiencia que presencia”, y lo situaba en una zona intermedia entre el movimiento informal y la organización formal, lo que restaba eficacia a sus planes de reclutamiento y fidelización afiliativa.

A partir de 1986-87 se inicia un cambio en los mecanismos de adscripción sindical, desde el anterior modelo ideológico-identitario a otra lógica de afiliación más instrumental y pragmática junto al desarrollo de incentivos materiales y de sociabilidad, derivados de la capacidad creciente en la defensa de intereses colectivos a través de la concertación social y la ampliación de la cobertura y contenidos de la negociación colectiva y la movilización social. Todo lo cual se traducirá en una expansión sostenida de la afiliación, tanto en términos cuantitativos (hasta superar los dos millones a finales de la década de los noventa) como en su composición cualitativa, pasando desde la homogeneidad fordista inicial (varones, de baja cualificación, con trabajos manuales en la industria y bajos salarios) a perfiles más heterogéneos, representativos de la nueva estructura ocupacional y similares a los del moderno sindicalismo europeo.

Pere J. Beneyto. Presidente de la Fundación de Estudios de CCOO-PV (FEIS)

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