La historia (olvidada) del día de la mujer (trabajadora)
Tras alcanzar su más alto nivel de movilización y respaldo ciudadano en 2019, la convocatoria del 8-M ha sufrido en los últimos años el impacto de los debates que han fragmentado al movimiento feminista, relacionados con la reciente deriva postmoderna de una parte del mismo (agenda queer, autodeterminación de género, regulación de la prostitución y la gestación subrogada, etc.), con propuestas tan legítimas como discutibles que han desplazado el eje del discurso, desde la lucha por la igualdad a la trampa de la diversidad, llegando incluso a invisibilizar, por mor de la transversalidad interclasista, desigualdades sociales y reivindicaciones ampliamente mayoritarias que estaban ya en el origen histórico del movimiento.

El primer tercio del siglo XX registró la expansión, a ambas orillas del Atlántico, de la primera ola feminista, representada por el movimiento sufragista de orientación liberal-progresista que conseguirá el paulatino reconocimiento de los derechos civiles de las mujeres (1906 en Finlandia, 1918 en Inglaterra, 1920 en Estados Unidos, 1931 en España…), si bien no logrará superar sus límites y contradicciones derivadas de otras líneas de fractura (clase, etnia, nacionalidad) que por entonces tensionaban las sociedades industrializadas.
Fueron precisamente mujeres trabajadoras de la industria textil norteamericana, sector en el que eran mayoritarias, las que protagonizaron entre 1908 y 1909 varias huelgas reclamando, además del derecho de voto y de sindicación libre, mejoras salariales y de las condiciones de trabajo, incluyendo la reducción de su jornada laboral que llegaba a superar las 56 horas semanales e impedía el despliegue de sus opciones vitales (descanso, familia, salud, cultura…)
Al año siguiente, la IIª Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas, reunida en Copenhague, aprobó convocar anualmente un Día de la Mujer Trabajadora como jornada mundial en defensa de sus reivindicaciones laborales y civiles. Aunque inicialmente no se concretó, en la década siguiente -caracterizada por la confluencia de guerras, revoluciones y luchas sociales-, coincidieron en torno al mes de marzo diversas luchas de fuerte impacto simbólico protagonizados por mujeres trabajadoras que acabaron fijando la fecha
El 25 de marzo de 1911 un incendio en la fábrica Shirtwaist Triangle de Nueva York, cuyas puertas estaban cerradas por fuera como medida de vigilancia patronal, provocó la muerte de 123 jóvenes trabajadoras y 23 trabajadores, procedentes de la emigración judía e italiana, causando una enorme conmoción pública que forzó los primeros cambios en la legislación laboral norteamericana, impulsados por el Sindicato Internacional de Trabajadoras Textiles (Garment Workers’Union).
A finales de aquel mismo año, la revista American Magazine publicaba el poema Bread and Roses escrito por James Oppenheim, activista afiliado al sindicato IWW (Industrial Workers of the World), como homenaje a las trabajadoras muertas y en defensa de sus anhelos y esperanzas de justicia social y liberación personal:
Mientras vamos marchando, innumerables mujeres muertas
van gritando a través de nuestro canto su antiguo reclamo:
¡Sí, es por el pan que peleamos, pero también por las rosas!
Nuestras vidas no serán explotadas
desde el nacimiento hasta la muerte
Los corazones padecen hambre, al igual que los cuerpos:
¡Dennos pan, pero también rosas!
A medida que vamos marchando
traemos con nosotras días mejores
El levantamiento de las mujeres significa
el levantamiento de la humanidad
¡Queremos compartir las glorias de la vida:
pan y rosas, pan y rosas!
Convertida en canción, el poema devino pronto en el himno que inspiraría desde entonces la lucha de millones de mujeres trabajadoras en todo el mundo como un canto colectivo a la dignidad del trabajo, la cultura de la vida y la lucha por la justicia.
La primera expresión de ese movimiento fue la conocida, precisamente, como la Huelga del pan y las rosas, que protagonizaron 20.000 mujeres, la mayoría jóvenes inmigrantes, de las factorías textiles de Lawrence (Massachusetts), liderada por IWW y que, tras dos meses de lucha sindical y solidaridad social, concluyó el 12 de marzo de 1912 con una de las primeras victorias del movimiento obrero en EE.UU.: reducción de jornada, mejoras sociales, aumento del 20% de los salarios más bajos y reconocimiento de los sindicatos.
En los años siguientes se trasladó a Europa (Alemania, Suecia, Francia…) la convocatoria del Día Internacional de la Mujer Trabajadora, pero el estallido de la Gran Guerra frenó su desarrollo. Sería, justamente, la protesta de miles de mujeres de San Petersburgo contra aquel drama bélico y la escasez de alimentos derivada del mismo la que desencadenaría un amplio ciclo de huelgas y manifestaciones por toda Rusia (iniciado el 23 de febrero de 1917 según el calendario juliano, equivalente al 8 de marzo occidental), que provocaría la abdicación del zar y la aceleración del proceso revolucionario.
Desde entonces, el 8-M siguió un desigual proceso de expansión, combinando su dimensión reivindicativa con la institucional, hasta su reconocimiento oficial por la ONU en diciembre de 1977 (Resolución 32/142) que reforzó su cobertura global, al tiempo que se iban incorporando las demandas emergentes aportadas por las sucesivas oleadas de la lucha feminista en el ámbito civil, político, social, cultural y de género.
Hace bien, pues, el sindicalismo de clase en recuperar el sentido originario de la Jornada y plantear, junto a las reivindicaciones genéricas del movimiento feminista, las que atañen específicamente a las mujeres trabajadoras, poniendo en valor tanto los recientes avances conseguidos por la lucha obrera (cambios en la reforma laboral, subida del salario mínimo) como las demandas pendientes en materia de planes de igualdad, brecha salarial, segregación ocupacional, conciliación, salud laboral, pensiones y prestaciones sociales que reclaman quienes siguen marchando por el pan y por las rosas, aún hoy tan desigualmente repartidos.
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